martes, diciembre 21, 2010

HILOS DE COLORES



No recuerdo bien cúando ellos llegaron a vivir al departamento de enfrente. Él, un carnicero regordete de cara enrojecida; ella, mucho más joven que él, con unas greñas largas que no dejaban ver su mirada. Ella, siempre tejiendo con hilos de colores, sentada en la silla del patio interior. Él, siempre saliendo de mañana.
Como casi todos los sábados, él regresaba a su hogar, se emborrachaba, ella recalentaba algo del almuerzo, sin mirarlo. Después… los gritos, los platos rotos (que ella siempre pagaba), los golpes, el portazo, el llanto.
El silencio.
-¡Que no te metas, que ya te lo hemos dicho! – me gritaba Manuel desde la cocina mientras yo observaba impávido... como siempre, sin hacer nada.
Un sábado no se escucharon ni gritos ni platos rotos ni golpes ni portazos ni llanto. Sólo silencio.
Un madrugado miércoles, encontraron al carnicero desnudo, sentado en aquella silla del patio interior. Lo habían destripado, el tajo iba desde su ingle hasta su garganta. Lo habían rellenado con sal y zurcido con hilos de colores.



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